Jesús, Pilato se ha lavado las manos y te ha dejado en manos de los sumos sacerdotes. Estás herido, todo lleno de sangre. Han soltado a un criminal, llamado Barrabás, antes que soltarte a ti, que no has cometido ningún delito. Jesús, a veces yo me alejo, o me olvido de ti por quedar con mis amigas, pereza, cansancio… Sin embargo me sigues queriendo y perdonando en esos momentos. Por eso sé que sigues queriendo a todos estos que te insultan y critican, y rezas por ellos, les perdonas.
Te atan una enorme cruz de madera en la espalda y te obligan a subirla al monte Calvario. Allí te crucificarán. Esa cruz representa nuestros pecados. Ese peso lo cargas por nuestros pecados, para salvarnos de esa esclavitud. Liberarnos del mal. Gracias. Gracias de verdad. Te escupen y te ignoran durante la subida. Nadie se compadece de ti en estos momentos. Todos te han dejado solo: Pedro, Santiago… todos.
Jesús. Te caes. Se te abren las heridas ya hechas y algunas nuevas. Jesús, derramas esa sangre por nosotros, por amor a nosotros. Cada gota es por cada uno de nosotros. Nos quieres tanto que no te importa haberte caído. No te rindes como habríamos hecho cualquiera de nosotros. Te levantas y continúas.
No todos literalmente se han olvidado de ti. María está contigo, acompañándote con un dolor enorme al verte sufrir. Y tú la necesitas. La miras y tienes fuerzas para continuar. Es tu Madre y te da confianza. Porque ella no te insulta en ningún momento. No te ignora tampoco. Te quiere y te acompaña. Y lo hará siempre, porque eres su hijo. Y por esto que te está pasando, no vas a dejar de serlo.
Estás débil, por lo que mandan a un hombre de Cirene, Simón, el Cirineo, que te ayude. Carga con la cruz, te ayuda sin haberlo pedido, pero te ayuda. Yo quiero ser tu cirineo. Quiero ayudarte con ese peso, quiero llevar tu cruz para que no tengas que hacerlo tú. Porque te quiero. Y, además, sé que tú me quieres a mí. Me amas. Gracias.
Una mujer te corta el paso con un paño blanco. Tienes la cara tan llena de sangre que la gente ha dejado de mirarte. Pero esa mujer, la Verónica, te enjuaga la cara y limpia cada una de las gotas de sangre seca que tienes en la cara. Tú le concedes el premio de dejar impreso tu rostro en el paño. Jesús, deja también tu rostro tatuado en mi alma. Que siga tu ejemplo en cada momento y lo recuerde. Quédate conmigo.
Tropiezas de nuevo. Te vuelves a caer. Nadie te ayuda. No hay motivos externos para que continúes. Te caes y tardas en levantarte. Más heridas aparecen en tu piel. Yo también me caigo. Caigo siempre en el mismo pecado, tropiezo con la misma piedra y, al igual que te cuesta levantarte bajo el peso de la cruz, a mí me cuesta pedirte perdón a veces. Pero tú no eres un Dios indiferente, que no te importan los demás, que te das importancia: Eres un Dios humilde y de gran amor. Por eso logras levantarte y seguir. Por tu amor. Gracias otra vez.
Ves a mujeres de Jerusalén llorando. Te tomas tu tiempo para consolarlas. Para ellas lo que hacías no tenía sentido. Y yo tampoco entendía por qué te abrazabas a esa cruz. Ahora sí, y no quiero que sufras, pero lo haces, y no me voy a cansar de repetirlo, para salvarnos y porque nos amas. ¡Qué bueno eres, cómo nos quieres! Y, yo ahora mismo también estoy un poco triste, porque vas a morir por nuestra culpa, por culpa de tu propia creación. Por eso, al ver que realmente calaste a esas mujeres te pido: Consuélame a mí también, porque lo necesito. Te necesito.
Tres veces. Con ésta ya van tres veces que te caes en tu camino. Pero hasta en este momento, tras un minuto en el suelo, te levantas. ¿Cuál será el pensamiento que hizo que siguieras hasta el final? ¿Por qué, con tantas heridas sigues hasta el final? Jesús, yo estoy segura de que es por nosotros. Te levantas, para llegar al final y hacer nuevas todas las cosas. Déjame llevar tu cruz. Ayudarte a llegar al final.
Te quitan tus ropas y las sortean, las reparten. Ya llegaste y es cuestión de minutos que te cuelguen de ese pedazo de madera. Pero es que, repartirse tus ropas a suertes es muy fuerte. Yo quiero estar contigo. A lo mejor tienes frío. Yo no tengo un manto que darte, pero sí amor para intentar consolarte. Y despojaré mi alma de pecado para estar contigo.
Estos romanos son MUY brutos. Con clavos de hierro y martillo, clavan tus manos y pies, tus manos y pies de Dios, en la cruz. Clavaron el amor en esa cruz de madera, con un cartel que rezaba: Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum (Jesús Nazareno, Rey de los Judíos). Ese dolor que sufres me enloquece, me enseña todo lo que tengo que saber, sin necesidad de que pronuncies palabra alguna: Esto que estoy viendo es amor sin medida.
Silencio. Has expirado. Antes has dicho algunas cosas. Siete: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen; De cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso; ¡Mujer, ahí tienes a tu hijo! Ahí tienes a tu madre; ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?; Tengo sed; Todo está cumplido; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y después de esas siete cosas, mueres. Mueres por nosotros. Has abierto las puertas del cielo. Nos has entregado mucho más que tu vida. Nos has entregado la eternidad. Nos amas más de lo que nuestra mente y corazón pueden entender. Nos amas tanto que entregas tu vida para liberarnos. Por no hablar de que nos regalas a tu Madre como nuestra.
Te bajan de la cruz. Te ponen en brazos de tu Madre, la Virgen. Ella llora, te besa, besa tu rostro sin vida y tus heridas. Te cuida como te cuidaba en Belén, bajo ese techo inestable de madera. Te cuida como siempre te cuidó. Con mucho, muchísimo amor. Te abraza, te mece… Sus lágrimas caen, y entre todos los presentes la intentan consolar, pero se les rompe la voz.
Entonces, te colocan en un sepulcro. Te vas como viniste: sin nada. Te han abandonado tus amigos. Ese sepulcro, en un huerto junto a donde te habían crucificado, no había sido utilizado nunca. Quiero enterrarte en mi corazón, de donde nadie te sacará nunca. Ya somos hijos de Dios. Se ha cumplido todo. Toda la redención. Has muerto por mí, por todos nosotros. Me has dado esperanzas, que están en tí, en la cruz. Quiero enterrarte yo también, cuidarte como los que te han metido en el sepulcro: Con mucha delicadeza.
Jesús, tú, mi mejor amigo. Tú moriste por mí para que pudiera ser libre. Y no me canso de repetirlo, por todo el amor con lo que has hecho lo que hiciste.
Jesús, realmente, me da mucha pena que no estés aquí, delante mío como te he visto todos estos días. Sin embargo, como el año pasado, sé que vas a resucitar. Que vas a volver en tu forma divina para regalarnos la eternidad, que en tres días saldrás de ese sepulcro y volveremos a verte. Me has liberado con amor. Gracias, gracias, gracias Jesús.