Jesús nos ha llevado a una casita donde viven Marta, María y Lázaro. María se sentó a los pies de Jesús, como siempre. Y cuando Marta acabó de poner la mesa, lo hizo también. Lázaro hablaba con Juan y se reían. Los apóstoles hablaban en otro lado, animadamente. Una bella escena, en una casita de Betania.
María Magdalena saca unas madalenas y las coloca para el postre.
María me recuerda. Me pide que la acompañe y llegamos a su habitación. Busca algo. Me enseña un bote de perfume, y me pide que no lo diga a nadie que lo ha comprado. No dice nada más. Salimos y cenamos.
Al terminar, María coge el bote y lo rompe a los pies del Señor. Su mirada, la de Jesús, en ese momento, es hermosa, llena de amor y cariño. No se me fue de la cabeza hasta que me dormí; y, después, seguía en mi mente grabada.
Marta me envió una carta:
“Hola Rocío!!
Quería hablar contigo pues no hablamos mucho hoy. Verás, Jesús es amigo de mi hermano desde pequeños. Y cuando empezó su vida pública no pasaba mucho por aquí. Hasta que lo hizo.
Vino a hablar, a predicar. Yo estaba un poco nerviosa. Quería que estuviera cómodo para que quisiera volver. Pero yo creo que no necesitaba las comodidades que yo le ofrecía.
Mi hermana María no se movió de los pies del Señor en ningún momento. Escuchaba las enseñanzas del maestro sin moverse. A mí no me hacía falta ayuda, pero una parte un poco egoísta de mí le pidió a Jesús que la mandara a ayudarme.
El me miró. Me miró a los ojos y con algo de pena y mucho cariño en la mirada. Me dijo que me complicaba demasiado. Y entonces me di cuenta.
Jesús no necesita comodidades para estar bien. Jesús no necesita cosas materiales. Eso es secundario.
Él quiere que le amemos y que nos dejemos amar. Quiere que le escuchemos, quiere ayudar.
Bueno, Rocío. Un saludo enorme. Ya nos veremos!
María
P.D.: Déjate amar”.